DSC06139Habiendo sido toda mi vida una citadina hasta los huesos, la playa para mí representaba esas vacaciones ideales que se toman una vez cada tres años como mínimo. Estaban lejos y planear un viaje hacia el norte requería de mucho tiempo y dinero. Cuando supe que venía a Bordeaux (y busqué la ciudad en un mapa por primera vez) me emocioné al saber que tendría la playa tan cerca, probablemente al alcance de un viaje corto en bus. Me imaginaba tirada en la arena todos los sábados y los domingos, con un bronceado perpetuo y con una actitud relajada que reflejara mi conexión recurrente con el océano, en fin, recreaba en mi cabeza los mejores momentos de “Laguna Beach: the real Orange County”. Pero resulta que hay que tomar un tren para ir al mar y que al retomar los estudios regresé a mis sábados y domingos de hacer tareas, así que no he ido tanto a la playa como debería. Sin embargo, si no me he incorporado al modo de vida playero ahora soy capaz de entender la obsesión con el clima, los pronósticos del mismo y de aprovechar los días de sol cuando estos se dignan en aparecer. En pleno julio, las últimas dos semanas han sido frías, lluviosas y deprimentes y no había noticiero que no tratara de calmar al espectador de su enorme decepción al darse cuenta que sus vacaciones de verano no tenían el clima que esperaba. El ánimo en la ciudad cambia: todos van en el tranvía con cara de enojo, se saca del clóset la ropa de invierno y uno añora aunque sea un rayito de sol. Por lo que cuando finalmente sale y se tiene la oportunidad, es obligatorio: hay que ir a la playa.
Según yo, a estas alturas ya me había acostumbrado al estilo europeo en las playas. El surf es una de las actividades de predilección, así como el bronceado, que es atractivo por ser un símbolo de estatus y de tiempo libre. Pero el bronceado acarrea la práctica –exótica para mí- del topless, algo más frecuente entre las mujeres mayores que entre las jóvenes, que naturalmente no han de querer mostrarse sin ninguna recompensa implícita en el proceso. Al principio, ver a todas las señoras sin la parte superior de su traje de baño me impresionó, pero de veras que uno termina acostumbrándose a todo, o eso pensaba yo hasta que me llevaron a una playa nudista.
Para nuestro primer día en Bilbao, como el clima era favorable, decidimos ir a la playa y Adriana recomendó Sopelana, a una media hora en carro de la ciudad. Nos instalamos tranquilamente con nuestras toallas y nuestras sombrillas para un día de relajación, pero aquí es cuando debo explicar las grandes diferencias con respecto a las playas caribeñas que me han malcriado completamente. No sólo el agua es fría, primera enorme decepción, sino que además el viento sopla muy fuerte y es helado también. Con el sol abrasador todo se vuelve confuso: no me puedo bañar en esa agua, no me puedo broncear con ese viento, ¿por qué rayos tengo ganas de usar suéter por encima de mi traje de baño? Además, yo soy morena naturalmente, eso de broncearse no tiene atractivo para mí, luego quedo con esas partes oscuras y otras menos oscuras que tardan meses en reconciliarse. Me siento como el Grinch del mar, pero juro que es una condición de latitudes superiores a los 15 grados norte.
Sopelana empezó a parecerme peculiar desde que vi dos banderas ancladas en la arena frente al mar. No tenía idea qué representaban y no había ningún letrero que explicara su significado. Las alertas sonoras eran aún peores que las de estaciones de tren o de aeropuertos en la escala de ininteligibilidad. Y aquí no sólo las señoras andaban topless, las jóvenes también. Al rato divisé a lo lejos un señor desnudo. Qué curioso, tal vez a él tampoco le gustan las líneas del traje de baño luego de tomar el sol. Pero poco a poco los señores sin ropa empezaron a proliferar: caminaban de un lado a otro, tal vez eran los mismos que recorrían la playa pero yo no quería verlos por mucho tiempo así que no sabría decir. Era un espectáculo desagradable y yo me decía que si por lo menos fueran jóvenes y guapos dejaría de ser chocante a la vista. Me tragué mis palabras cuando encontré jóvenes guapos desnudos también. De hecho había unos que caminaban pelados junto con señores mayores, en lo que era de seguro un extraño paseo padre-hijo. Lo peor fue cuando uno deseaba que siguieran caminando porque la alternativa, verlos dormir sin ninguna censura, estaba lejos de ser mejor. No sabía adónde mirar, de hecho, no sabía si era siquiera permitido tomar fotos porque nadie más lo hacía y no tengo idea si es de mala educación fotografiar cuando se corre el riesgo de tener en la imagen a personas desnudas, aunque estas se exhiban voluntariamente.
Lo mejor de todo es que ni se me cruzó por la mente que esta podía ser una playa nudista, hasta que regresé a Bordeaux y le conté a una amiga originaria de Guernica lo que habíamos presenciado. Nos contó que hay otras partes en Sopelana donde no es permitido andar sin traje de baño, por lo que seguramente habíamos ido a una playa de nudismo mixto, donde la ropa es opcional. Lo único que yo conocía de las playas nudistas lo había aprendido de “Condorito”, pero yo me imaginaba que todos tenían que andar desnudos y que por lo menos tendrían la cortesía de colgar un rótulo advirtiendo que se entra a territorio controversial. Al final, Europa tiene mucho que ofrecer pero sus playas dejan mucho qué desear, especialmente si uno ya ha conocido Ceiba, Tela o el paraíso en la Tierra, las Islas de la Bahía.
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DSC06012 El Museo de Artes decorativas de Bordeaux fusiona tres conceptos a la vez: por un lado recrea una lujosa residencia de finales del siglo XVIII, por otro muestra vajillas, mobiliario o adornos que van desde el siglo XV hasta el siglo XX y dedica una parte no menos importante a producciones contemporáneas donde resaltan la de creadores locales. Está ubicado en una residencia que data de 1779 y que fue construida para un parlamentario de apellido Lalande, de quien el edificio toma su nombre. No habrá servido mucho tiempo como casa de habitación ya que fue confiscado durante la Revolución y cuando finalmente lo compra la ciudad en 1880 readecuó su jardín en prisión. Funciona como museo desde 1925 y se especializa en artes decorativas desde 1984.

El museo trata de rendir homenaje a su pasado como residencia mostrando lo que pudo haber sido la disposición original de los muebles en las habitaciones que conservan su función y honra a los que han enriquecido la colección del museo agrupando obras según sus dueños originales y nombrando las salas de acuerdo a los mismos. Cada sala tiene su tema, decoración y obras particulares y tiene tantas cosas que ver que se pueden pasar horas en el museo, especialmente al tratar de ver todos esos objetos pequeñitos y absolutamente hermosos.

Para esta primera parte vamos a  ver imágenes de los primeros dos pisos, que se concentran en obras anteriores al siglo XIX, dejando el siglo XX y XXI para la próxima semana.DSC05967DSC05970DSC05971DSC05973DSC05974 DSC05897DSC05902DSC05907DSC05908DSC05909DSC05910DSC05913DSC05911DSC05915DSC05914La estatua ecuestre es de Louis XV:DSC05918Estas son reducciones de las estatuas del peristilo del Grand Théâtre:  DSC05921 DSC05923DSC05924 DSC05925DSC05926DSC05927DSC05929DSC05932DSC05933DSC05935DSC05936DSC05937DSC05939DSC05940

Me encontraba en la sesión de prueba de un gimnasio que queda cerca de mi casa, en lo que sería una escena ideal de película: una multitud completamente sincronizada en una rutina de aeróbicos mezclados con algún tipo de baile que no logré identificar si era ballet o danza contemporánea, donde para rematar el profesor daba la clase de frente y no de espaldas, y yo, que resaltaba por hacer exactamente lo contrario a todo el mundo y por tener cara de estar desubicada y desamparada. En medio de la conmoción, me puse a pensar que hoy trabajé todo el día y fui al gimnasio por la noche, exactamente las mismas actividades que estaba realizando hace un año. Es como si me encontrara exactamente en el mismo lugar, pero en un nivel diferente.

Estas vacaciones estoy aprovechando para retomar mis orígenes profesionales y volver a la práctica arquitectónica pura. Estoy en una agencia donde soy la única mujer, algo que ya me ha sucedido en varias ocasiones y donde puedo dedicarme a dibujar hasta el cansancio. Me encanta leer y escribir y me ha fascinado la maestría hasta ahora, pero es muy reconfortante hacer algo que se ha convertido en mi segunda naturaleza y donde la adaptación es menos áspera. Pero la maestría me persigue en cierta forma y se mezcla con mi trabajo porque tengo la oportunidad de ver los edificios históricos desde una nueva perspectiva: ya no son objetos que analizar a la distancia, trabajo con ellos desde sus entrañas y puedo apreciar su transformación de hoteles abandonados a apartamentos de lujo.

Por supuesto, para contrarrestar el sedentarismo diurno es necesario que haga ejercicio. Es imperativo además porque hace poco regresé de casi dos semanas de comer pizzas recalentadas, pasta y sándwiches y absolutamente nada de ensaladas en Italia. A eso hay que agregarle que desde que se fue Esther no he vuelto a correr, o hacer alguna flexión o abdominal, ni siquiera por accidente. Yo sabía que era Esther la razón por la que hacía ejercicio: sin ella no hay motivación, la pereza es demasiada y los noticieros franceses están plagados de reportajes sobre corredoras que han sido secuestradas y han aparecido tiradas en los bosques, por lo que no me atrevo a ir yo sola a dar vueltas por mi universidad. La única presión que me puedo imponer para ejercitarme es pagar por ello, por lo que decidí darme una vuelta por los gimnasios que tengo cerca para ver qué tal. Hasta ahora el que he visto tiene una sala de pesas junto con las máquinas de cardio y otra sala para los aeróbicos. “Son 800 metros cuadrados!”, me dijo el señor ofendido cuando le pregunté si eso era todo. Mi antiguo gimnasio tenía canchas de basket, fútbol, racquetball, salas de spinning, de artes marciales, para aeróbicos, una sala de pesas y dos de cardio pero lo mejor, es que tenía televisores individuales en cada caminadora y así podía ver programas de cocina mientras corría (mejor dicho, caminaba más o menos rápido). Y me están pidiendo un cheque de garantía de 400 euros, así que probaré otro a ver si es más convincente.

Y por las noches vengo a mi casa a hacerme la cena/almuerzo del día siguiente, a ver el canal de noticias y luego mis series para luego leer. Si la comida fuera hecha por mi madre y estuviera viendo canales gringos, sería como teletransportarme al 2010. Así que estoy haciendo lo mismo, pero he avanzado mucho para llegar a este punto, estoy un peldaño más arriba. Y eso me hizo pensar en Hegel durante la clase de aeróbicos; tal vez por eso nunca pude aprenderme la mísera rutina.

Entre las dieciocho ciudades que se establecieron como “gemelas” de Bordeaux desde 1947, que incluyen metrópolis como Los Ángeles o Múnich, pasando por ciudades latinoamericanas como Lima en Perú, en los últimos años es hacia Bilbao que se han dirigido todas las miradas de la ciudad del Puerto de la Luna. Desde hace tres décadas, las dos ciudades han querido moldearse como verdaderas urbes del nuevo milenio que atraigan la atención de los turistas, inversionistas y que sean capaces de atraer financiamientos de la Unión Europea. Sin embargo, a pesar que sus intenciones sean las mismas, Bordeaux y Bilbao han recorrido dos caminos para transformarse. Tal vez es muy pronto para determinar cuál de las dos ganará esta competencia del desarrollo, pero sin duda habrá mucho material por analizar en los próximos años con respecto a este tema.

Por un lado, Bordeaux se enfrenta a un dilema muy interesante. Su centro histórico está muy bien conservado y por muchos años se ha dado una particular atención a cuidarlo y valorarlo. Por todos lados se escuchan ecos de su imagen de ciudad comerciante, burguesa y conservadora, reticente a todo lo nuevo, tanto en cuestiones sociales como en arquitectónicas. Con la disminución de su actividad portuaria los amplios espacios que bordeaban el río fueron liberados y la ciudad se enfrentaba a la cuestión de cómo readecuarlos de manera que fueran modernos, pero que no entraran en conflicto con los edificios históricos. Por muchos años se buscaron arquitectos estrella que realizaran la remodelación de los antiguos muelles de la Garonne y por mucho que se trató de construir un Bofill, Hadid, o Nouvel, terminó siendo Michel Courajoud el que proyectó con éxito lo que ahora se conoce como los “quais”, con los jardines, las canchas y el espejo de agua, de los cuales la ciudad está tan orgullosa ahora. Es un proyecto bien hecho en todo sentido: renovó la imagen de la ribera y de la ciudad misma, logrando respetar lo histórico pero siendo muy contemporáneo a la vez. Las construcciones contiguas al río son las que están impulsado el crecimiento de la ciudad y en particular de la ribera izquierda; los muelles fueron el detonante para el cambio, así como lo fue el Guggenheim en Bilbao, pero formalmente, estos proyectos son totalmente opuestos. Los muelles de Courajoud se acoplan a su entorno y hasta lo hacen resaltar, allí donde el museo destaca, es un ícono del que se puede hacer un llavero souvenir. Gehry fue únicamente el primero de una lista de arquitectos famosos que han ido a dejar su huella a la ciudad vasca: el metro está hecho por Norman Foster, cerca del Guggenheim se puede ver un puente de Calatrava y se espera que en el futuro Zorrozaurre y Olbeaga tengan masterplans diseñados por Zaha Hadid. Pero más allá de todos esos emblemas, la ciudad ha cambiado, se ve a sí misma de forma distinta y es muy difícil encontrar un libro sobre urbanismo de los últimos años que no hable bien de la nueva Bilbao.

El museo en sí es increíble. Traté de ser lo más desapegada y objetiva posible mientras me acercaba a él, para ver si era capaz de sentir algo que no me hubiera sido transmitido por los libros o las clases en la universidad, pero es difícil no sentirse impresionado, por su tamaño y sus formas. Supongo que revitalizó la ciudad como también mejoró la imagen que el público tiene del arquitecto y de las posibilidades de la arquitectura. Con tanto proyecto banal que se puede construir en cualquier país por su falta de carácter, creo que es necesario tener algunos símbolos que muestren que los arquitectos hacen más que cajas con ventanas. El efecto del arquitecto estrella es controversial porque conlleva muchos efectos, algunos negativos para el profesional común o para el recién graduado que debe tratar de inmiscuirse en el mundo del trabajo cada vez más explotador, pero al mismo tiempo, el impacto del “starchitect” es difícil de abandonar porque en cierto nivel funciona.

Como museo propiamente dicho, el edificio resulta mucho más interesante que algunas de las obras que alberga, sin embargo la estructura no podría ser más apropiada para recibir las piezas perturbadoras, desconcertantes y hasta asquerosas que se pueden ver allí. Me encantaría poder compartirlas pero el museo tiene esa política ridícula de no permitir fotografías en su interior, algo que me parece completamente estúpido. No logro encontrar argumentos convincentes a favor de esta práctica, ya que a diferencia de las piezas antiguas, el arte contemporáneo no se puede dañar con las emisiones de la cámara fotográfica. Puedo entender que la cantidad de gente tomando fotos sería incómoda para poder disfrutar del museo, pero si se toma en cuenta que actualmente no hay nada que no sea accesible en internet, prohibir las fotos en el museo es absurdo. El museo no tiene nada qué perder dejando a los visitantes tomar fotos, mientras que uno debe conformarse con imágenes cualquier de la red cuando uno prefiere tener las suyas.

Las obras del museo ofrecen un amplio espectro de emociones que no pueden dejar indiferente al espectador. Sólo que me gustaría volver luego de terminar el libro que estoy leyendo que trata de desenmascarar la red de individuos detrás del negocio del arte contemporáneo. El libro explica la forma en que los magnates coleccionadores (como la familia Guggenheim), los curadores y los compradores de obras contemporáneas son los que se encargan de promocionar en los círculos museísticos y de ferias mundiales de arte a los creadores de quienes ellos han comprado piezas, para que luego su valor aumente. Visto desde este punto de vista, lo más drástico que puede hacer un comprador para que su obra sea más cara y así hacerse más rico es fundar su propio museo. Estoy aprendiendo sobre cómo la importancia o el supuesto talento de un artista pueden ser grandes farsas. Pero creo que, de alguna forma, las piezas tratan de enviar un mensaje o de emitir una opinión sobre el mundo en el que vivimos.

Tengo que mencionar que la muestra “Abstracción pictórica, 1949-1969” que reúne obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue espléndida. Es una verdadera enciclopedia de la época, con todos los artistas famosos de ese período y con piezas hermosas.

Creo que de todos los museos que he visitado hasta ahora, el Guggenheim es el primero que me ha hecho sentir que estuve en un museo de verdad, así como los museos deben ser. A pesar que tiene tres niveles con incontables galerías, es humanamente visitable en un solo día; está bien organizado y es transparente en sus intenciones. Con esto quiero decir que el edificio y sus obras están bien explicados, es rico en información que es fácil de comprender y no trata de hacerse pasar por una institución misteriosa y para iniciados. Es el equivalente intelectual al “show business”: es abrumador, satura los sentidos y te transporta a otra dimensión. Sales sintiéndote asustado por la humanidad por todo lo que viste en su interior, pero satisfecho con tu experiencia, además, si existe un lugar donde se pueda crear un edificio como el Guggenheim, con ese hermoso perrito floreado de Jeff Koons en la entrada, el planeta Tierra no puede ser tan malo. DSC06218 DSC06221DSC06222DSC06224 DSC06227DSC06230 DSC06235 DSC06232DSC06243DSC06248DSC06245DSC06249DSC06251DSC06252DSC06256DSC06257DSC06260DSC06264DSC06268DSC06270DSC06272DSC06276DSC06279