19 November 2009

in the land of the eagles

Habiendo estudiado en cierto colegio de orientación francesa, yo me creía parte de una élite, de la crème de la crème (como se apodó mi generación, por cierto) de la juventud hondureña, con acceso a oportunidades nunca antes soñadas gracias al idioma pero sobretodo a una idiosincrasia no solamente diferente sino además opuesta a las comunes escuelas bilingües que sólo viven para idolatrar a la gran potencia del norte y a sus costumbres decadentes. Muchos años fueron invertidos en hacerme creer que era especial, muchos años he tenido que pagar para bajarme de esa nube; hace poco tuve otro hito en mi aprendizaje hacia la humildad: tuve acceso al cuartel general del esnobismo, la Escuela Americana.

A pesar de sus kermesses, fiestas, bingos, todas las actividades que organizaban, y que siempre corrió el rumor que los chavos de la Americana eran particularmente atractivos, nunca en mi vida sentí curiosidad por conocer ese lugar ni a sus alumnos. Mi impresión era la de cualquier persona común y corriente, que ese colegio es para gente con mucho dinero que luego se va al extranjero a estudiar. Pero la vida da muchas vueltas, especialmente diseñadas para enfrentarte con cualquier prejuicio y así lograr sacudirlo permanentemente. Así que llegué ese sábado lluvioso a un terreno gigantesco, donde un vigilante abre las compuertas para introducirte en el enclave norteamericano. El tamaño del estacionamiento te hace preguntarte si cada alumno vendrá en su propio carro pero ni siquiera puedo describirlo como aquel desierto de asfalto; los árboles en las medianas no me dejarían mentir.

El edificio es una versión económica de una imitación de monumento estadounidense. Trata de ser imponente con el tamaño, con los detalles supuestamente Neo Clásicos, pero el color mata cualquiera de esos delirios. Es como si un Godzilla cubierto en betún de melocotón se hubiera revolcado en las paredes, es bizarramente divertido. En el acceso hay una gran placa conmemorativa, recordando a todos los orígenes y creadores de esa pieza de la arquitectura contemporánea. Pero la placa no es suficiente, a lo largo de las paredes hay memorabilia de generaciones pasadas -sus manos pintadas en cerámica, sus nombres escritos-, recordatorios para las presentes: publicidades, murales de clase, convocatorias a eventos de caridad, todo lo que mantiene vivo el espíritu de un colegio. Como no sabía adónde tenía que ir llegué media hora antes, y media hora me tardé en recorrer los pasillos laberínticos. Atravesaba aulas, cafeterías, canchas, subía gradas, bajaba por rampas (tienen rampas!!), cruzaba más estacionamientos, era un universo paralelo donde se iban reproduciendo los espacios. Irónicamente terminé en un lugar cercano adonde había comenzado, un vestíbulo donde descansaban los seniors de este año, a la espera de sus próximas asignaciones para el Trabajo Social.

La gente era tan peculiar, como si estuviera en una grabación de 90210, o Gossip Girl cuando todavía era interesante. Las niñas súper guapas, blanquitas, con perfiles árabes pero cabellos lacios. Los chavos usaban ropas que los hacían parecer cantantes de hip hop, pero hay que compadecer a los hombres, no sólo a estos, a todos; no tienen tanta variedad. Resultaron muy amables cuando les pregunté algo, pero cualquier actitud hubiera quedado opacada por la impresión que me causó ver a todos los muchachos a 100 metros a la redonda usando Blackberries. Me sentía como Jo la primera vez que fue a casa de Laurie en “Mujercitas”: tratando de parecer indiferente pero sintiéndome minúscula por dentro.

Poco a poco la gente que venía al mismo examen que yo se iba acumulando, ansiosa y nerviosa, en las pláticas habituales en las que se embarca la gente que no se conoce pero que saben que van a lo mismo. Y luego la tierra del lujo y la abundancia se sumergió en el tercermundismo: no había luz y tendríamos que cancelar nuestro examen. “¿Cómo es que no tienen planta eléctrica? Esto no es la UNAH!” dijo alguien muy inteligente y simpático que se salvó por el hecho que el frío no me permitió tirarle algo a la cabeza. Aparentemente sí tienen planta pero no logra abarcar todo el campus y por ende al router en algún edificio a lo lejos que nos hubiera permitido tener internet para continuar con nuestras vidas. Decepcionados subimos las rampas hacia la entrada, y la escuela terminó de revelar su verdadera personalidad: el frontón que se mira al entrar es falso, detrás de la pared hay un gran techo a dos aguas de lámina de fibrocemento.

Qué puedo decir, la arquitectura nunca miente.

2 comments

  1. Hahahaha, el final es lo mejor "La arquitectura no miente". Bang! Duro y directo...

    Pero es cierto, ese es un mundo aparte, completamente diferente; hasta tenebroso

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  2. Tenebroso, ciertamente. Pero lo que más asusta es lo... falso. Y duele mucho cuando te das cuenta que si bien es cierto el ave de rapiña, el águila, es como... zopilote.

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